Conquistado
Tras una larga caminata,
abriéndome paso a golpes de machete, llegué al poblado. La tribu, vestida con
taparrabos, me rodeó. Algunos se aventuraron a tocar mis ropas, el sombrero y
mis cabellos dorados. Me mostraron sus collares y pendientes hechos de hueso y
madera y, entre sonidos guturales y risas, me llevaron hasta la tienda del
jefe. Le enseñé la cantimplora, las cerillas y a fumar. Y cuando iba a
despedirme para volver al campamento, el jefe sacó su tabaco y el móvil, nos
hicimos un selfi y pidió unas pizzas. Pagué yo.
Rafael Loscertales de la Puebla
Cornellà de Llobregat (Barcelona)
Rutinas
En cuanto me ve entrar por la
puerta del bar ya me prepara un café como sabe que me gusta. Tardo unos
segundos en llegar a la barra y allí lo tengo servido, un expreso con un
azucarillo.
Como llego tarde a la oficina me
lo tomo en dos minutos, los mismos que utiliza él para limpiar la vitrina de
las tortillas, la que hay justo donde me ha dejado estratégicamente el café.
Y siempre, antes de irme, me
mira. Yo también le miro y según el día nos guiñamos un ojo.
Luego ya no nos volvemos a ver
hasta la noche y, en cuanto le veo entrar por la puerta de casa, le preparo el
sitio del sofá que sé que le gusta.
Aurora Tàrrega
Barcelona
Arrollados
Encontramos la vía abandonada y
los hice posar sobre las traviesas de vieja madera, los raíles oxidados marcando
el punto de fuga y rodeados por el oro del trigal. En el encuadre una mujer de
expresión dulce y curvas generosas, aún muy atractiva, echaba el brazo sobre el
hombro de un adolescente rubio y sonriente. De repente, contradiciendo toda la
información de que disponíamos, apareció la locomotora a tal velocidad que no
consiguieron retirarse. Con estas manos —desde entonces no dejan de temblar—
recogí lo que queda de ellos: una anciana encogida y sin memoria y un cuarentón
huraño que viene a visitarnos algunos domingos.
Elisa de Armas de la Cruz
Sevilla
Delivery
Esto no es lo que hemos pedido,
dijo ella cuando desenvolvió la sábana y vio la carita del bebé. El futuro
padre espió sobre su hombro y coincidió. No estaban preparados para criar un
niño como ese. Dudaron. Llevaban años esperando ese niño que sería la joya de
sus vidas y ahora les traían algo así…
La cigüeña, que aguardaba en el
alféizar los diez minutos de cortesía, deseaba que al fin estos lo aceptaran.
Llevaba semanas tratando de ubicarlo sin éxito, y cada vez pesaba más. Pero el
hombre abrió la ventana y depositó el bulto junto a sus zancas. El ave atravesó
con su largo pico el nudo en los extremos de la sábana y levantó vuelo. Otro
encargo que tendría que dejar en el barrio de chabolas.
Patricia Collazo González
Alcobendas (Madrid)
El secuestro
Cuando llama por primera vez, le
prometo que haré todo lo posible y le pido un poco de paciencia, a fin de
cuentas mi marido solo lleva desaparecido una semana.
Para ganar algo más de tiempo,
durante la segunda llamada veintidós días más tarde, le digo que quiero una
prueba de que en realidad lo tiene secuestrado a él. ¿Qué tal un dedo?,
sugiero. El dedo anular, ese en el que lleva el anillo de casado, el mismo
anillo que seguro que esconde en los encuentros con sus múltiples amantes.
Incluso, si quiere, la mano entera estaría bien.
Dos meses después el secuestrador
insiste con una llamada más. Le cuento que ya me he acostumbrado a vivir sin él
y esta vez, antes de colgar, le grito que por favor no se le ocurra volver a
molestar a la hora de la siesta.
Rakel Ugarriza
Lardero (La Rioja)