Declaración
Era mi oportunidad, Laura estaba
justo detrás de mí en la fila de la fuente. Cuando me tocó beber, me incliné y
susurré “te quiero”, con la esperanza de que mis palabras se enredaran con el
agua para rozar después sus labios. Justo entonces, Mario, el abusón de mi
clase, se abrió paso a codazos, saltándose el turno, me apartó de un empujón, y
se refrescó la cara con mi declaración de amor.
Lo bueno es que ya no me pega por
las tardes, a la salida del colegio.
Lo malo es que no ha dejado de
perseguirme.
Raúl Clavero Blázquez
Madrid
Sin papeles
Bajaron de la camioneta dóciles
como corderos. Al pagar, ya les advertí que deberían recorrer solos el último
tramo hasta la frontera. Lo que desconocían es que no tendrían agua suficiente
para soportar el calor sofocante del desierto; que caminarían durante varias
horas rodeados de escorpiones y buitres y que, con el sonido de las sirenas y
los disparos, echarían a correr hasta que sus corazones se acelerasen
desbocados.
Cuando los recogimos, tenían un
subidón de adrenalina. Ahora que todo ha pasado, dejaremos que se relajen en el
jacuzzi y les ofreceremos un ágape de lujo como final de la experiencia. Pero
lo mejor llegará ya en casa, cuando, con un guiño de complicidad, puedan
decirle a la mujer que limpia su mugre que ya saben cómo se siente.
Lluís Talavera
Barcelona
Cosas mías
La niebla siempre está ahí,
húmeda, viscosa. Esperando que abra la ventana para colarse en la casa. Que
deje entrar a mis nietos para aprovechar el resquicio e inundarme de vacíos.
Por eso he escrito sus nombres con letra clara en la pizarra del frigo: Alicia,
Tomás, Javier. Parece que vaya a comprarlos en la próxima visita al mercado,
pero no. El más fácil es Tomás, heredado del abuelo. Y también es el más
importante. Si desapareciera tras la bruma perdería dos en uno. ¿Por qué tienes
los nombres de los niños en el frigo, mamá? Me encojo de hombros farfullando
las dos palabras que aún suelen sacarme de apuros: cosas mías.
Patricia Collazo González
Alcobendas (Madrid)
La buena vida
Estaba disfrutando de la tarde de
fútbol a pesar de que había quitado el sonido de la tele. Repantigarse en el
sofá con una bolsa de patatas y un bote de cerveza era todo lo que un hombre
podía desear. Eso y un empleo bien remunerado, un chalecito, barbacoas los
sábados y paellas familiares los domingos. Entre sus colegas no estaba bien
visto preferir salud, dinero y amor a sexo, droga y rock and roll y por eso
había mantenido siempre ocultas sus aspiraciones. Por supuesto, el lote incluía
esposa e hijos y ellos -meditaba contemplando la foto de la repisa- eran
perfectos. Guapos, sonrientes y… confiados. Tanto como para que su vivienda
fuera uno de los pocas sin alarma o para que no escondieran las joyas en algún
tarro de la cocina. No había tardado nada en encontrarlas dentro del joyero de
la habitación de matrimonio. Seguro que por el collar de oro blanco le daban
una “pasta”.
A pesar de que los había visto
marchar cargados con maletas, no era prudente prolongar más su estancia. Antes
de salir, echó una última mirada al salón con un pellizco de melancolía. Sin
duda se estaba haciendo viejo.
Paloma Casado Marco
Santander
Cifras
Cuando se produce una catástrofe,
con muchos muertos, ocurre un fenómeno de transmutación asombroso que nadie
puede explicar. Las personas se transforman en números. El prodigio ha sido
estudiado por científicos y magos de todo el mundo sin que nadie haya podido
descubrir el mecanismo del proceso. A los familiares les da igual ese prodigio,
lloran desconsolados cuando les entregan su número impreso en una hoja de papel
reciclado. Les dan un siete o un ciento nueve, que se llamó Alberto o María y
que quisieron ser astrónomos o fontaneros, cultivar un huerto o participar en
un club literario. Poco pueden hacer ya. Si acaso meterlos entre las páginas de
un libro de álgebra, para sentir que les honran, que estarán acompañados, que
hay otras ecuaciones llenas de incógnitas que sí pueden resolverse.
Mar Horno García
Torredonjimeno (Jaén)