Publiquem els microrelats que van arribar a les deliberacions finals en la categoria en castellà de la convocatòria d'octubre.
Recordem que els microrelats concursants publicats al blog s'inclouran en una publicació en paper que recollirà aquells textos guanyadors i finalistes de cada categoria de totes les convocatòries mensuals.
Publicamos los microrrelatos que llegaron a las deliberaciones finales en la categoría en castellano de la convocatoria de octubre.
Recordamos que los microrrelatos concursantes publicados en el blog se incluirán en una publicación en papel que recogerá aquellos textos ganadores y finalistas de cada categoría de todas las convocatorias mensuales.
Cae la tarde, y Verónica encuentra otra botella en la playa.
Dentro, como siempre, hay una carta. Mientras la extrae, anhela que esta vez
vaya dirigida a alguna de las demás mujeres pero, al instante, reconoce la
letra. Es de su esposo. Le cuenta que se siente solo, y que Carlitos la extraña
y pide por ella. Verónica estruja el papel de igual manera que aquellas
palabras estrujan algo en su pecho. Mira el horizonte como si fuera ciega, y
luego escribe, en la misma hoja, que todavía no es tiempo, que tiene que ayudar
a sus compañeras de infortunio, que algún día, pronto, marchará con ellos.
Seguidamente, arroja la botella, cargada de mentiras, otra vez al mar. Y se
acaricia las seis lunas de su vientre, sin saber si debe dar las gracias o
maldecir por aquella noche de amor antes del naufragio.
Gabriel Bevilaqua
Zárate (Argentina)
Entré en aquella tienda de artículos raros y me fijé en una
papelera sin fondo que, al parecer, se hallaba a la venta como objeto
decorativo. Sin embargo, el vendedor me aseguró que, además, tenía el poder de
hacer desaparecer cuanto caía en su interior. Yo pensé que bromeaba, pero vi
que era verdad cuando quise probarla en casa, echando papeles y objetos de
escritorio. Aunque luego aparecía todo en el desván como por arte de magia, sin
nada que lo explicara. Probé incluso con mi gata, que se llevó un susto de
muerte.
Tras mi desconcierto, se me ocurrió que podría llevarla
conmigo a todas partes, colar con disimulo en su interior lo que quisiera y
hallarlo a buen recaudo a mi regreso. Así lo hice, y en poco tiempo acumulé
tanta riqueza en mi refugio secreto que apenas podía abrir la puerta de acceso.
Hasta que, un día, las cámaras de seguridad de una joyería me delataron y tuve
que huir. Y cuando huir no fue suficiente, no vi otra salida que meterme yo
mismo en la papelera para evitar que me cogieran.
Desde entonces, estoy prisionero en mi pequeño desván, casi
enterrado en el botín de mi propia avaricia, esperando que lo que tenga que
caer acabe de cubrirme del todo.
Pedro Herrero Amorós
Castellar del Vallès (Barcelona)
El señor Douglas levantó la persiana. Un rayo de sol iluminó
la estancia y atravesó la cara de Elsa, cuya visión se alteró unos instantes:
—Déjela así, se lo ruego, que entre un poco de luz natural.
—Pero solo un poco, el sol puede dañar tu piel.
Elsa asintió y siguió con el violín. Después tenía
filosofía. Terminaría la mañana con la hora de gimnasia y meditación. Mientras
tocaba, miró a su hermana pequeña, Adela, que jugueteaba en el jardín con el
cachorrito que le habían regalado por su cumpleaños. Sintió una punzada de
envidia al rememorar días dichosos y no tan lejanos de una infancia
irrecuperable.
—¡Dios mío, una mancha! —La señora Lynn observaba el cuello
de Elsa—. Este era el vestido para esta noche. Habrá que planchar el blanco con
mangas de encaje.
—Apenas se ve, señora —repuso Elsa—. Ellos no se fijan en
eso.
—Eso crees tú, muchacha ingenua. Nuestros clientes son muy
selectos. Exigen hasta el mínimo detalle. Quieren elegancia, una educación
exquisita. Venga, a la biblioteca, ¿qué toca hoy?
—Descartes. ¿Puedo estudiar en el banquito del jardín? ¡Hace
un día de verano tan espléndido!
—Imposible. Ya has oído al señor Douglas.
Ziortza Moya Milo
Ortuella (Vizcaya)
A falta de dos días
para el cierre, la afluencia de público no tiene precedentes, y no hay crítico que no se sume a la afirmación de que habrá
un antes y un después tras esta muestra del “Georges Pompidou”, que solo ha
sido posible gracias a la última ley sobre la propia inmolación.
La sala principal es un auténtico espectáculo. Un gran
número de visitantes, en ruidoso silencio, se pasea entre el centenar de
personajes que cuelgan del cuello mientras evitan entre escorzos el mínimo
roce. Noventa y nueve van de esmoquin blanco, lo que contrasta con la cianosis
de los rostros, y uno solo, el más viejo, está vestido de Peter Pan.
Pero es sin duda alguna, la sala más pequeña, la C5, la que
más expectación suscita. Una cola interminable se forma todos los días para
observar, por la mirilla ojo de pez de la vieja puerta, a un hombre que cuelga
solitario en una habitación repleta de taburetes de vivos colores. El artista,
espero que tomándose la licencia del poeta, ha colocado un cartel en el que
dice que el Sr. Charbonneau, que tan solo hace unos días se refugiaba bajo el “Pont Morland”, fue liberado de su negra y anodina vida contra su propia
engañosa voluntad.
Javier Palanca
Corredor
Valencia
Era el último hombre de la tierra y alguien tocó a su
puerta. Hola hermano, se escuchó del otro lado. El fin de la tierra está cerca,
venimos a ofrecerte la salvación, concluyeron. Así que había más de uno, ¿qué
debía hacer?. Decidió que no tenía nada que perder, ni a nadie, y abrió la
puerta. Aquellas caras eran amables y con cuerpos totalmente humanos, muy
guapos incluso. ¿Sois más?¿Hay mujeres?. Le hablaron de un nuevo mundo, casi
como un paraíso. Era todo tan bonito que cedió en acompañarlos gustosamente. Lo
acogieron como a un hermano más, lo vistieron con un traje muy elegante y le
dieron un maletín, como el de ellos.
Beatriz Díaz Rodríguez
Barberà del Vallès (Barcelona)
Barberà del Vallès (Barcelona)