La oscura decadencia del general
Solo me sacaba dos años, pero era alto como una acacia. Por eso él siempre era Custer y yo solo un cabo de Arizona.
Cada tarde, los indios de Caballo Loco nos rodeaban. Entre aullidos y bramidos emitidos por nosotros mismos, disparaban cientos de lanzas y flechas que se perdían por el desierto del pasillo.
Un día, una le alcanzó en el muslo y, tras simular que echaba un trago de whisky, se la arrancó y logró arrastrarse hasta el fuerte. Allí siempre aguardábamos el ataque final del ejército Cheyenne: las cosquillas de Manitú.
Luego merendábamos y hacíamos los deberes.
Con el tiempo, mi cama dejó de ser sitiada y una paz triste inundó el dormitorio. Cada puesta de sol, observaba melancólico cómo el general Custer, despojado de su uniforme, escapaba calle abajo con varios forajidos. Regresaba al amanecer, provocando ruidos, portazos y el llanto de mamá. Una noche no regresó y escuché llorar a mi padre. Mugía como un búfalo agonizante.
Dicen que ahora Custer bebe whisky sin tener heridas y que atraca diligencias. En varios estados han puesto precio a su cabeza y cada noche, mientras me duermo, miro su cama vacía e imagino su cadáver colgado de un árbol seco.
Salvador Terceño Raposo
Sevilla
Comida de empresa
Desde la cubierta del yate,
alzaban las copas celebrando los millones de dólares que les reportaría el
resort más exclusivo del planeta. Los asesores les recordaron que aquella
remota isla no estaba desierta y que tendrían que comprársela a los lugareños.
Las carcajadas se escucharon desde la orilla, donde la tribu salivaba
preparando el fuego.
Francisco Javier Cano Santa
Bárbara
Sarriguren (Navarra)
Madre
Decidí parir un niño pelirrojo.
Tan precioso que casi siento impulsos de matar a la matrona, de puro ansia por
estrecharlo. Y tan dulce que luego, en casa, al dejarlo entre mis muñecos, lo
vi abrazado a uno de ellos (el pecoso), como para consolarlo. Igual sentía
calor, o le gustaba su olor. Pero eso me hacía odiar también al muñeco. Mi niño
precioso de pelo rojizo, le repetía siempre, no crezcas nunca.
Pero creció, reptó, gateó. Y a veces
intentaba alejarse unos metros. Y otras llegaban personas, para verlo, o
cogerlo, sin entender que era solo mío. Que se alimentaba de mí.
Y aquel día, cuando volvió a
intentar alejarse, sucedió algo extraño: su sedosa piel de repente se volvió
rígida; sus movimientos se enlentecieron; y sus ojos, tan inquietos, decidieron
quedarse fijos en los míos. Así, quietecito, cariño. Cerquita de mamá todo es
mejor. Descansa.
Esta mañana he decidido parir un niño de pelo negro. Tan hermoso y dulce que, al llegar a casa y dejarlo entre mis muñecos, se ha abrazado a uno de ellos, al pelirrojo. Como si quisiera consolarlo, como si aún sintiera su calor.
Alberto Moreno Sánchez-Izquierdo
Talavera de la Reina (Toledo)
Éxito
Cansado de un oficio que no le
gustaba, decidió arriesgarse y apostar por su sueño. Al fin veía recompensados
sus sacrificios y comenzaría una nueva vida. Sentía que había hecho un esfuerzo
titánico para asistir a clases de música y practicar, mientras seguía
trabajando de camarero. Le hizo gracia que fuera ese mismo el nombre del barco
donde le habían contratado para formar parte de la orquesta.
M. Carme Marí
Castelldefels (Barcelona)
Ingredientes
-Una víctima.
-Una pistola.
-Una pizca de valor.
-Ningún escrúpulo.
-21 gramos de resentimiento.
-Odio en estado puro (todo del
que disponga).
-Cubo, fregona y lejía (opcional)
-Una foto de su hija muerta
(indispensable)
Elaboración
Diríjase hacia la víctima en cuestión. Si es usted cobarde, aproxímese por detrás. Si desea verle la cara, puede hacerlo de frente. Esta última opción resulta más satisfactoria en general. Asegúrese de que ningún escrúpulo o remordimiento hará acto de presencia. Saque la pistola del bolso. Añada la pizca de valor. Levante el arma. Apunte a la frente o a la nuca de la víctima, en función de la opción de aproximación elegida. Coja todo su odio. Recuerde que solo sirve el odio en estado puro. Ese odio que tiene almacenado dentro, que no le deja dormir, ni comer, ni respirar, ni llorar. Apriete el gatillo. Agáchese junto a la víctima y verifique que no respira. Cuente hasta veintiuno. Uno por cada gramo del alma de la hija que ese individuo le arrebató. Como los gramos de ese resentimiento que va desapareciendo ya a medida que la sangre de la víctima empapa el suelo. Si le apetece, limpie el charco. Si no, coja la foto. Bésela. Llore. Por fin.
Arantza Portabales Santomé
Teo (A Coruña)