Momentos cavernarios
La serpiente me salió más gorda
de lo previsto, y el hecho me produjo una corta, aunque ruidosa, carcajada.
Todos los ojos voltearon hacia mí, y tras ver los trazos excesivos del ofidio
se clavaron en los míos con disgusto. Con infinito desprecio me miraron; en
unos pocos creí percibir pena. Con el pie, vertí, resentido, el pigmento de un
cuenco próximo y entre unos cuantos me sacaron con violencia de la cueva. Al
instante, volvieron a sus caballos y a sus bisontes y a aquellas ridículas
escenas de caza que se reiteraban en las paredes de la caverna.
Josep Vivancos Martínez
Sabadell (Barcelona)
Delator
Él no lo sabe, pero su hijo nos
ha dado una lista en la que figura su nombre. Es el único marcado en rojo.
Cuando lleguen al campo, lo llamaremos y lo sacaremos de la larga cola de
prisioneros. Aunque no quiera. Los demás seguirán su camino hacia la fosa. Más
tarde, lo llevaremos a la habitación donde su hijo le espera. Entonces se le
humedecerán los ojos y, sin mediar palabra, le escupirá en la cara.
Josep Maria Arnau de Bolós
Barcelona
Posteridad
Es domingo, el último de verano y
como todo lo postrero se disfruta de forma diferente. No con ese nosequé de las
primeras veces, pero sí con la intensidad de lo efímero, de lo que ya –casi– no
es. Un domingo que no debería ser tu último domingo de verano. Un día
inverosímil, en el que te encontrarás con él mientras caminas por la orilla. Es
más parecido a ti de lo que jamás hubieras imaginado que dos personas podrían
llegar a serlo. Os miráis fijamente y una idea se apodera de ti.
Le cuentas tu historia. Tanto
dinero lo convence con facilidad. Te embarcas en la difícil misión de que
aprenda a ser tú. Tus gustos, forma de ser, tus gestos, la forma de coger la
pluma al firmar, hasta ese tic del párpado que todos perciben ya. La
conversación se alarga los siguientes días. Tendrá que cambiar de profesión,
aprender a crear de la nada historias, recorrer los caminos que tú recorres,
olvidarse de los suyos y, sobre todo, querer a los tuyos. Tu abogado vigilará
que cumpla el contrato. Sólo entonces y, si nadie lo descubre, cobrará la mitad
de tu astronómico testamento.
Miguel Ángel Page Hernández
Madrid
Encontradizos
Les hago la foto que me piden,
con la Torre del Oro al fondo, y les devuelvo la cámara. Ya van unas cuantas
esta semana. Es salir del hotel y verlos a cada paso, inconfundibles, él con
perilla y gafas redondas y ella con el pelo de colores; alegres y mimosos los
dos, como recién casados. El lunes les hice una junto a la Giralda, haciendo
ambos el signo de la victoria, y el martes otra, rodeados de palomas en un
banco del Parque de María Luisa. La de ayer fue en uno de los patios del Real Alcázar,
con divertida y estudiada composición. Se desviven en agradecimientos al
entregarles el aparato y yo, aunque un poco serio, les hago gestos de que no
tiene importancia, que faltaría más. Se alejan consultando un mapa y señalando
a uno y otro lado. Mi mujer y yo nos quedamos mirándolos en silencio cruzar por
el semáforo y doblar luego hacia el Postigo del Carbón, buscando tal vez el
Archivo de Indias. Creo que ha salido chula, digo yo entonces. Seguro que sí,
responde ella; algo parecida a aquella que les hice yo, delante del Big Ben.
Enrique Mochón Romera
Puerto de Sagunto (Valencia)
La caja
Al volver del entierro de mamá
saqué la caja de los rencores del fondo del armario. Llevaba tanto tiempo ahí,
entre las pelusas y los pececillos de plata, que había perdido lustre. Giré el
cierre dorado con aprensión y me encontré cara a cara con todo lo que había ido
guardando desde niña: los chasquidos de lengua por mis notas, las comparaciones
sutiles pero punzantes con mi prima (tan rubia, tan modosa), aquel inolvidable
«¿ballet, con ese culo?», las advertencias de que nadie —nunca— me querría… En
el fondo de la caja, pegadas al forro de terciopelo rojo, aparecieron unas
carencias afectivas resecas y gélidas al tacto. Al principio no entendí, luego
me estremecí al reconocerlas: eran de mamá, que siempre dijo que la abuela fue
una madre muy fría. Lo repetía incluso al final, cuando ya tenía rotas las
costuras de la memoria. Superando mi desazón, lo tiré todo a la papelera. Todo
menos la caja. La limpié con un paño y la guardé en la cómoda junto a los
patucos y los pijamitas rosas, ya vería qué hacer con ella. Justo en ese
momento me dio la primera patada en las costillas y desde entonces no ha
parado. Esta no será como su hermano, que es un angelito.
Marta Mayol Font
Palma (Illes Balears)