La crueldad del enemigo
Se habían propuesto acabar con
nosotros exhibiendo la perversión de quien saborea la amargura de la derrota
ajena. No solo humillaban a nuestras tropas en el frente, sino que disponían
escurridizos pelotones desde el valle para sorprendernos en los lugares más
insospechados, sin apenas posibilidad de repeler sus ataques. Además de la
hiriente pérdida de efectivos sufríamos la derrota lacerante de la táctica. Los
mandos, desmoralizados, optaron por una medida desesperada: ubicamos cinco
puestos de francotiradores entre los riscos del sur y dispusimos allí a los
soldados de mejor pulso. La orden del general fue sencilla: disparar sin
compasión, sin opción al error, sin avisos ni amenazas, disparar, disparar
hasta acabar con todos.
Tras semanas de constante martilleo de fusil formé parte de la patrulla que comprobaría el resultado del tiroteo sobre el terreno. Recorrimos todo tipo de hondonadas y atajos en busca de los soldados abatidos. Los primeros uniformes que encontramos eran azules, de los nuestros, probablemente soldados que regresaban del frente; pero al fin encontramos un maldito y detestable enemigo, con esa casaca verde y sucia acartonada de sangre.
Juan Antonio Morán Sanromán
San Vicente del Monte (Cantabria)
Dios
No paran de preguntar por mí, aunque saben que no existo.
Antonio Ortuño Casas
Amán (Jordania)
La maleta
Pasé de guardarte el tirachinas a llevarte vestidos que ni siquiera eran tuyos. Te acompañé en el único viaje que hiciste en avión, donde orgulloso no dejaste de mirar el anillo. Recuerdo pasarlo mal al llegar, en la cinta del aeropuerto, pensando que me habías perdido. Años más tarde, llena de patucos y pañales, hice dos visitas al hospital. Con los niños en el camping cada verano, no parabais de reír. La alegría de esos días saltó por los aires una lluviosa noche cuando, tras varias vueltas de campana, todos quedaron atrapados en el coche. Tras salir de allí, no volví a verles nunca más. Ahora, con un par de mudas, la cartera sujeta con una goma y una rama de tomillo entre las camisas blancas, permanezco a tu lado apoyada en la cama de esta pensión, tan vieja como tú, con el asa rota y atada con dos cuerdas que espero no utilices.
Francisco Javier Cano Santa
Bárbara
Sarriguren (Navarra)
Estadio mayor
El aplauso invade el Estadio
Olímpico de Roma. Los jugadores se miran, confundidos. El árbitro detiene el
juego. El partido es verdaderamente aburrido y no ha ocurrido nada interesante
para que merezcan los equipos semejante ovación. Sin embargo, el aplauso que
baja de las gradas cobra cada vez más intensidad, emociona, conmueve.
En un potrero remoto de Argentina se juega un torneo barrial. Los reflectores que iluminan la cancha de pastos ralos parecen velas, pero los cien simpatizantes que inclinan el tejido ya tienen los ojos acostumbrados a la penumbra y vieron con increíble claridad la jugada: la gracia de la bicicleta al borde del área, después el caño sutil, los dos amagues que perdieron a los defensores en un laberinto de sombras y la belleza de la definición ante un arquero que, tras notar que la pelota lo supera, se suma a los festejos. Los hinchas no pueden creer lo que acaba de hacer Satu, una jugada exquisita que merece sin dudas la ovación de un estadio mayor.
Marcelo Coccino
Roldán (Argentina)
Algunos hospedaron ángeles
En cuanto lo vimos entrar por el camino de la escarpa, maltrecho y sobrecogido por un dolor insondable, todos supimos que nos había llegado un emisario de lo alto. El cielo tenía esa mañana color de ceniza fría y la cellisca azotaba la cara del ángel, translúcida de puro blanca. Le echamos una manta por encima y el menor de los Ferguson lo alzó en vilo para llevarlo a la parroquia. «Pesaba menos que una bala de paja», nos confesó después. La esposa del reverendo recuerda cómo, al despojarlo de sus ropas, el aire del templo había transverberado y se había inundado de un dulce olor a especias. Solo unas semanas más tarde, la criatura pudo desplegar de nuevo sus alas, con las cuales, en un enérgico movimiento de batida, lleva ya años alejando de nosotros todo tipo de males. Nuestras ovejas paren ahora camadas innúmeras, las mazorcas sobrepujan en el mar de nuestros maizales y el hollejo de nuestras patatas destila el mejor licor de la comarca. Por su lado, Uriel se queja de las molestias que le causan en los tobillos los grilletes que lo retienen junto al altar. Debemos reconocerlo: nuestra aldea nunca ha destacado por su hospitalidad.
Eduardo Iáñez Pareja
Granada