dissabte, 16 de desembre del 2017

MICRORELATS DE NOVEMBRE / MICRORRELATOS DE NOVIEMBRE (1)




Publiquem els microrelats que van arribar a les deliberacions finals en la categoria en castellà de la convocatòria de novembre.

Recordem que els microrelats concursants publicats al blog s'inclouran en una publicació en paper que recollirà aquells textos guanyadors i finalistes de cada categoria de totes les convocatòries mensuals.





Publicamos los microrrelatos que llegaron a las deliberaciones finales en la categoría en castellano de la convocatoria de noviembre.

Recordamos que los microrrelatos concursantes publicados en el blog se incluirán en una publicación en papel que recogerá aquellos textos ganadores y finalistas de cada categoría de todas las convocatorias mensuales.








Movimiento de población

En los pueblos, la lechuza anuncia la muerte. Se posa en el tejado de algún vecino, ulula toda lo noche, y, al día siguiente, hay entierro. No falla. Conforme se hace vieja, tiene que hacer más paradas por la fatiga  y, por lo tanto, mueren más vecinos. A veces, por más que ulule, no hay difunto. Entonces los lugareños montan en cólera y exigen su muerto y su velorio. Como debe ser. Así que el vecino en cuestión no tiene más remedio que plantearse el morir aunque no tenga ninguna gana, se considere joven todavía o su cosecha de manzanas esté aún sin recoger. Inevitablemente termina yéndose al otro barrio, no sin antes despotricar contra la incultura de sus congéneres y llevarse por delante de un tiro al maldito pájaro. Entonces la población se recupera y la mortalidad baja con la incorporación de una lechuza joven, más interesada en copular y cazar ratones que en presagiar óbitos. Por su parte, la natalidad siempre se mantiene gracias a un nutrido censo de cigüeñas.

Mar Horno García
Torredonjimeno (Jaén)












Vendida

La casa lleva cerrada más de tres años. Los pestillos de las ventanas echados, las persianas bajadas hasta el fondo, la puerta sellada con trece puntos de anclaje. Dentro, los muebles están cubiertos con sábanas de un blanco sucio, como fantasmas sorprendidos por una lluvia de polvo. Cuando cada dos o tres meses vuelvo a comprobar si hay novedades, no puedo evitar que, al escuchar el sonido de tanto cerrojo franqueándome la entrada, me invada la sensación de estar profanando un santuario. Me imagino cientos de recuerdos corriendo a esconderse debajo del sofá o en el interior de algún cajón. Me parece escuchar sus voces amortiguadas por el recelo, igual que escuchaba los cuchicheos de las gemelas en las noches de invierno. Todavía puedo sentir sus pasos diminutos y sobresaltados dirigirse hacia la habitación de sus padres para advertirles del peligro; la profundidad de su mirada mientras buscan debajo de las camas y dentro del armario para comprobar que no hay nadie, que no deben tener miedo. Recuerdo su temblor incontrolado y aquel salto al vacío como último recurso, juntas, de la mano, hasta el silencio opaco del asfalto. Ahora, solo deseo conocer a los nuevos propietarios.

Juancho Plaza Gómez
Alcorcón (Madrid)











Novel

Todo le hacía gracia al puñetero, la verdad es que lo pasábamos genial. En cuanto me veía acercarme a su cuna se olvidaba de que le estaban saliendo los dientes y se echaba a reír. Noche tras noche, procuraba cerrar la puerta de su cuarto para no despertar al resto de la casa con sus carcajadas.
Tenía una risa contagiosa. Yo me tapaba la nariz y apretaba fuerte los labios hasta casi ahogarme, no fuera que alguien me oyese. Si lo sacaba del edredón para volar por el techo chillaba y pataleaba como un condenado, era lo que más le divertía; si me daba por girar la cabeza hacia atrás se partía de la risa; y palmoteaba y hacía gorgoritos cuando me ponía bizco y sacaba la lengua. Después, agotado de tanto jolgorio, solía quedarse dormido y yo regresaba a esconderme dentro del armario.
«A ver cuándo te dejas de memeces y empiezas a trabajar en serio» me reprochaba a mí mismo algunas noches, mientras recogía la víscera del suelo y volvía a ponérmela en la boca. Esas noches, evitaba mirar el reflejo en la ventana de una cara peluda y unas orejas gachas.

Susana Revuelta Sagastizábal
Santander









American Beauty

Fue en el cine Gónviz. Yo tenía quince. Me besó justo cuando la bolsa blanca emprendió su vuelo anárquico y etéreo. El protagonista hablaba de que había vida bajo las cosas. Yo solo podía pensar en su lengua. Abrí un ojo y me concentré en aquella danza hipnótica. Supongo que eso es la belleza. El equilibrio. Un perfecto ejercicio de sincronización. La bolsa. Sus labios. El deseo. La electricidad.
Ayer lo encontré en el pediatra. Sabía que se había casado, pero no que tuviera niños. Su mujer amamantaba un bebé. Boca. Pezón. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. Javier, grité. Y mi hijo dejó de molestar a una niña rubia. Javier también me miró. Desvié la vista hacia la ventana. Hacia un enorme liquidámbar. Rojo. Marrón. Naranja. Javier, dijo su mujer. Y mi hijo dijo qué. Y él dijo qué. Y su hijo siguió mamando. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. Entrecerré los ojos, esperando ver brotar mil bolsas blancas de las ramas del árbol. Nada. Hasta que nuestras miradas se cruzaron. Un segundo. Dos. Doce. Setenta y ocho. Tras la ventana, comenzó a llover. El liquidámbar agitó sus ramas. Hay vida debajo de las cosas, pensé.
También pensé en su lengua.
En el equilibrio.
En la puta electricidad.

Arantza Portabales Santomé
Teo (A Coruña)