Error histórico
Recibí un mail de una empresa
italiana que informaba que otra María Maccagno había cambiado su dirección con
dominio @virgilio.it por la mía de gmail. Respondí con un universal «Please
unsubscribe». El mensaje rebotó. Los días siguientes me dediqué a ignorar
los avisos en los que creí entender que mi homónima había colocado un pedido de
mercaderías o algo así. La alarma se encendió cuando llegó un reclamo de pago
incumplido. Entonces hice lo que debería haber hecho desde un principio:
reenvié el correo electrónico a la antigua cuenta de la otra María.
Inmediatamente, con la indiferente cordialidad que corresponde al cargo de CEO
que ostenta debajo de nuestro nombre, me pidió disculpas y prometió solucionar
el malentendido. Debe de haberlo resuelto, porque dejaron de llegarme
intimaciones. Pero sigue en deuda conmigo. Desde la fortaleza vidriada de su
oficina en Milán no responde a mis preguntas sobre cómo es, dónde y con quién
vive, qué estudió, qué proyectos tiene, qué espera de la vida. Es decir, cómo
podría haber sido la mía si mis abuelos no hubieran emigrado al sur de América
después de la Primera Guerra Mundial, en busca de un destino mejor que no
encontraron.
Mónica Brasca
Santa Fe (Argentina)
El buen samaritano
Desde la cristalera observa el interior de la sala. Hay dos mujeres y un hombre que charlan para hacer más llevadera su espera y una joven con ojos llorosos que estruja un pañuelo de papel. Entra y se dirige hacia ella. La joven se levanta para preguntarle por el chico del accidente y escucha con atención sus palabras: todo ha salido bien, la operación ha sido un éxito y pronto podrá pasar a verlo. Ella se relaja y en sus labios asoma una sonrisa de agradecimiento. Él se siente orgulloso de haber cumplido con su misión. Porque conoce la importancia de cada momento que se le roba a la desdicha.
Después entra en el vestuario, se quita la bata y el gorro de cirujano, los guarda en la mochila y abandona el hospital. Siempre se queda con ganas de saber las verdaderas noticias del médico.
Paloma Casado Marco
Santander
Memoria RAM
El escritor Alexander Pancraft
tenía la mala costumbre de olvidar lo que escribía. De hecho, no era
infrecuente que sus novelas comenzaran en una aldea española de mediados del
siglo XIX y terminaran en una ciudad china durante la dinastía Ming. Sus personajes
cambiaban de personalidad de un capítulo a otro, desaparecían sin aviso o
morían varias veces en un mismo libro.
Sorprendido ante la crítica de
esas extravagancias narrativas, decidió emplear a una secretaria para que le
ordenara los escritos y le evitara tales incoherencias. La cosa fue bien: a
partir de entonces, sus novelas se centraron en tiempo y espacio. Sin embargo,
el desorden se trasladó a su propia vida: olvidó su infancia casi por completo,
empezó a desconocer a su perro y varias veces confundió a su secretaria con su
esposa.
Murió lentamente a fines del
siglo XVIII en un pueblo del sur de Francia, sin pena ni gloria, rodeado de
desconocidos. Otros, en cambio, afirman que nunca fue escritor sino militar y
que murió en una batalla de la Segunda Guerra Mundial, en algún lugar del
Pacífico. Otros dicen que no ha muerto y que sigue ejerciendo la medicina.
Wikipedia ni siquiera lo registra.
Marcelo Jaime
Las Flores (Argentina)
Los suicidas
El más complaciente es el clásico
de toda la vida, el que lo hace por amor, y que abunda sobre todo en otoño.
Pero también satisface el acuciado por las deudas, que prolifera en cualquier
época del año. Lo mismo que el adorable artista fracasado. O el solitario sin
más, tan propio del invierno. Tampoco dejan de interesar, más típicos de la
primavera, los motivados por algún chantaje. Ya sea sexual, financiero o
criminal.
Es fácil imaginarlos a todos
ellos, haga calor o frío, transitando con niebla, helados y cabizbajos, por ese
túnel sin luz al fondo, sin una puerta lateral de emergencia por la que
escapar. Hasta que llegan tiritando a la única y fatal decisión de fugarse por
las venas. De creer hallar una salida con gas. De intentar liberarse mediante
una soga, un disparo, un balcón. Empeñarse en huir con pastillas, con trenes o
tranvías. Y en el último instante, al descubrirlos dudando, antes de que logren
arrepentirse del todo, asomar por detrás y susurrarles al oído: te aliviará.
Miguelángel Flores
Sabadell (Barcelona)
Obsesión
Pasé toda la noche inquieta,
sentada en el sofá. Pensando en las llamadas de aquella mujer -cada vez más
frecuentes y a deshoras-. Aguardé a la luz del sol con la esperanza de que
ocultara mis malos presagios. Pero el silencio de la mañana me trajo la verdad.
Faltaban sus pasos, el chapoteo de la ducha sobre su piel y el aroma a café
fuerte que estimulaba su imaginación.
De pronto, me vi de pie. Era mi
primera ocasión de actuar sin su voluntad. Entré en su cuarto. Solo encontré su
manuscrito inacabado sobre la mesilla. Junto a él, una carta con olor a violetas. La rabia
sacudió mi cuerpo -me había hecho usar el mismo perfume-. Leí el papel sin
remordimientos. Ella le suplicaba que abandonara su obsesión, que acabaría
destruyéndolo. Y le prometía una vida serena y placentera a su lado.
Entonces sonreí -sabía que iba a
volver-. No era el desamor la causa de su marcha sino el miedo a la
mediocridad. Y yo soy más fuerte. Él no podría dejar de escribir. Seguro que
estaría ideando un buen conflicto para hacer avanzar la historia. No iba a
tenerme siempre sentada en un sofá. Mientras tanto, fui a hacer café.
María Gil Sierra
Madrid