Mala sombra
Llevaba semanas sospechando por
comentarios que me llegaban, situaciones difíciles de explicar. Así que un día
en vez de dirigirme al trabajo, la esperé cerca del portal y no tardó en salir.
Caminaba ligera, segura de sí misma y hasta juraría que silbaba. A duras pena
podía seguirla. Que visitase a mis padres, con los cuales no me hablo, se lo
perdoné. Igual que a mi psicólogo, —a saber lo que le contó de mí—, pero lo que
no pude soportar fue verla junto a mi exmujer y los niños. Nunca los vi tan
alegres.
Nicolás Jarque Alegre
Albuixech (Valencia)
La isla
Creo que no voy a contaros la
verdad de lo que me ocurrió en esta isla que visito por primera vez; total,
nadie me va a creer. Es lo que nos pasa a los que escribimos una novela tras
otra. La gente se acostumbra a suponer que todo lo que contamos es mentira,
porque la verdad, si tal cosa existe, es siempre demasiado dura. Así, cuando me
llega el momento de abriros el corazón, de desnudarme ante vosotros, de
explicar por qué he tenido que venir a esta isla maldita y extraña en la que
nunca debería haber desembarcado, sé de antemano que será inútil. Que si os
hablo de mi reencuentro con Ilona, de la lancha infecta en la que intentamos
escapar de nuestro destino o de la tormenta que nos sorprendió al doblar el
cabo, seguiréis leyendo sin inmutaros, como si fuera una más de mis novelas.
Arturo Martínez González
Cádiz
El tamaño importa
De todos los compañeros, la mía
era la más pequeña. Nunca me había preocupado por su tamaño hasta que Marta me
reveló la causa por la que prefería estudiar con Gonzalo. La suya, algo más
grande de lo que esperaba, le permitía saciar su voracidad durante horas y
aprender el francés por su cuenta. Las otras chicas del instituto la envidiaban
por adelantada, de ahí que apenas encontrase amigas con las que conversar de
ciertos temas fuera de clase.
Y es que la curiosidad de Martita
aumentaba día a día, por ello cuando conoció a Ernesto se olvidó de nosotros.
Todo el mundo en el pueblo había oído que la suya, en gran medida heredada del
padre, era la más espléndida. Marta pasaba tardes enteras subiendo y bajando
por ella, como poseída, hasta el punto de que perdía la noción del tiempo y la
castigaban por llegar tarde a casa.
Durante uno de estos correctivos
fue a visitarla un primo carnal de su madre, quien le aseguró que no había
vicio en el mundo mejor que el suyo y le dio algo de dinero con el que podría
comenzar a montarla a su gusto. A nadie extrañó que, nada más levantarle el
castigo, la joven lo gastara todo en libros para formar, por fin, su propia
biblioteca.
Raúl Aragoneses Lillo
Mérida (Badajoz)
Juegos infantiles
Mientras mamá descansa, nosotras
jugamos a los médicos con el estetoscopio y las otras cosas que guarda en su
maletín. Nos gusta escuchar los latidos de nuestras muñecas; también les
limpiamos la sangre de las heridas, les metemos tubitos por la nariz para que
respiren mejor y les hacemos operaciones de urgencia. Pero hoy algo ha salido
mal y a la Nancy se le para el corazón. De repente. Aunque sabemos que va a
enfadarse, despertamos corriendo a mamá, que, después de mucho esfuerzo,
consigue salvarle la vida. Nos ha castigado sin propina y se ha llevado todas
las muñecas. Por suerte todavía nos queda algún peluche. Y el bebé.
Margarita del Brezo
Ceuta
Los cazadores
Todos en la comunidad quedamos
sorprendidos cuando los nuevos padres nos enseñaron al bebé que llevaban en
brazos. Era idéntico en forma, tamaño y volumen a los que traían las cigüeñas
antes de que París decretase el cierre de su espacio aéreo. Mientras las
mujeres lo miraban embelesadas, los hombres, más prácticos, les preguntamos la
manera de fabricar una réplica tan perfecta y tan exacta de esas criaturas.
Después de sus explicaciones quisimos saber hasta en cuántas ocasiones había
sido necesario inyectar más vida en la mujer, al acordarnos de cómo fue
creciendo su vientre durante los meses anteriores. «Nosotros lo hicimos cuatrocientas
veintisiete veces», dijo orgulloso el padre, y su esposa, sonrojada, asintió
con timidez.
Así fue como empezamos a
satisfacer el instinto maternal de las mujeres, y además, alentados por ellas,
nuestra actividad cinegética, porque cuando París volvió a permitir los vuelos
sobre su jurisdicción, todas las cigüeñas que trataron de visitarnos cayeron
abatidas. Teníamos bien engrasadas las armas y ninguno quería dejar de utilizar
la suya.
Rafa Heredero García
Laguna de Duero (Valladolid)