La tierra del viento
Sonó el teléfono muy temprano.
Murió el abuelo, me dijo mamá, sin preámbulos.
En el velorio éramos apenas
cinco. Cuando uno pasa los noventa años los amigos esperan del otro lado.
Al borde del féretro una mujer
triste repetía un rezo. No pertenecía a la familia. Vestía ropa de luto, raída
y limpia. Mis condolencias, dijo, soy la mamá de Mauricio. Me acordé al
instante de ella, del accidente de Mauricio y de la pobreza que nunca les había
dado respiro.
Al mediodía la mujer saludó y se
fue. Un bastón la ayudaba a caminar.
Volvió a la tarde, con un ramo de
flores frescas.
Conocía los protocolos funerarios
al dedillo, como si hubiera asistido a todos los velorios del pueblo. Intentó
ayudar con el cajón. Se persignó y se subió al auto del servicio.
Condujimos por un interminable
camino de grava, llegamos a un lugar desolado, entre campos, donde sólo se oía
el silbido del viento.
Antes de separarse del cortejo,
la mujer me dijo: "No sé por qué enterramos tan lejos a los muertos. Si
dejara de morir gente en el pueblo, no tendría manera de llegar hasta
acá".
Después la vi alejarse, renguear
hacia el atardecer y llorar sin consuelo frente a la tumba de su hijo.
Marcelo Coccino
Roldán (Argentina)
Comunidad
Isa colecciona los tangas que
Lola deja caer desde el sexto. A la viuda del bajo le gusta aspirar su aroma
profundamente imaginando que toda ella huele a lavanda. El hijo de los Vila, el
judoka, sigue en TikTok a la jovencita de los Rico, aficionada a colgar vídeos
de bailes latinos con un top y unas mallas muy, muy sugerentes. Al chaval, a
veces, le gusta pasar la lengua por la pantalla tras sus contoneos, pero si se
la encuentra en el ascensor no es capaz de mirarla. Desiré, en cambio, los
prefiere más mayorcitos, del estilo de Fran, el enfermero que ha alquilado el
quinto, al que se la meneó casualmente en el portal durante las fiestas del
barrio.
Julia, la del segundo, sabe que
su marido ha empezado a correr con los del tercero porque María lo hace sin sostén;
aunque se beneficia cuando Luis vuelve a casa empalmado de tanto fantasear. No
se lo reprocha. Ella recuerda que el día que les ayudaron a meter el sofá en
casa, Adrián, el marido de María, aprovechó para acercarle su polla dura al
trasero. Siente sofoco al acordarse.
Y cada noche, cuando todos consiguen caer en el sueño, el edificio del Paseo de las Delicias 8 da un enorme suspiro a través del hueco del ascensor.
Juan Antonio Morán Sanromán
San Vicente del Monte (Cantabria)
Dignidad recuperada
Harta de soportar abusos, de
llevar a hombros una relación que la consumía, de dar todo de sí sin ser
valorada, decidió abandonarlos y llevarse todo.
Primero, guardó en el equipaje su
parte más dócil: sus plazas y parques, sus jardines y patios, sus árboles
frutales, sus plantas en macetas y sus pájaros enjaulados que adornaban
balcones. Luego, se llevó también su parte salvaje: sus selvas y arroyos, sus
mares y ríos, sus sierras, sus montañas y lagos, sus praderas. Se llevó incluso
los desiertos, dejando extensos y profundos socavones donde la arena se había
acumulado durante tanto tiempo.
Se los llevó porque eran suyos.
Todo era suyo. Lo había entregado todo incondicionalmente, y era hora de
reclamarlo.
Sin embargo, en el último
instante antes de marcharse, decidió dejarles algo: guijarros, piedras y rocas.
Conociéndolos tanto como los conocía, sabía que no tardarían en disputárselos
ferozmente y utilizarlos como armas.
Diego Hernán Franco Puebla
Mendoza (Argentina)
Vida familiar
Descansaba durante el día, trabajaba por las noches y apenas veía a su familia. Hambriento de contacto humano, devoraba con avidez un programa de radio en el que los oyentes compartían inquietudes, confesiones o, simplemente, retazos de su vida cotidiana. Algunos eran asiduos, como el chico que no encontraba pareja y la anciana recién enviudada. O una mujer que llamaba cada día y hablaba sin parar. Explicaba con pelos y señales la jornada de su hijo en la escuela, con el equipo de balonmano o en los cursos de natación y el locutor invariablemente tenía que cortarle; aunque no sin que ella acabara con un «Ramón, no te olvides del pan».
Así, entre rondas de vigilancia e historias vitales, transcurrían las horas. Y al volver a casa, siempre hacía un alto en la panadería.
Lluís Talavera
Barcelona