Motivación para seguir muriendo
Los suicidas, a veces, nos
despertamos con ganas de vivir. Por fortuna son episodios aislados y los
soportamos tirando de recuerdos. Evocamos nuestros desengaños, nuestro
aislamiento y nuestros numerosos fracasos. Aunque, lo que más nos ayuda en
estas crisis, es revisar la nota de despedida tantas veces reescrita. Volvemos
al punto de partida al comprobar que estamos cerca de lograr las palabras que
transmitan una exculpación masiva, un reparto equitativo del cariño. Altas
dosis de emoción. Hará que se nos recuerde, al fin, por haber logrado algo
sublime.
Yolanda Nava Miguélez
León
El viaje
El sol ya se había escondido tras
la truncada línea del horizonte. Había cerrado los ojos un momento para
descansar la vista, mientras el dulce discurrir del coche sobre el pavimento lo
mecía suavemente. Como un sonido ajeno, algo perturbó su descanso. Entreabrió
los ojos ligeramente y, entre el continuo oscuro del salpicadero del coche,
pudo distinguir varias luces. Eran las 21:33 de la noche. Un silbido agudo
cortaba el ambiente que separaba al conductor del copiloto. Dirigió la mirada
hacia la luz que parpadeaba: el símbolo de cinturón desabrochado parpadeaba
incansable. Miró rápidamente hacia el freno de mano y descubrió lo que temía:
ambos cinturones estaban perfectamente abrochados. ¿Por qué se había encendido
aquella luz? Miró entonces al conductor, el cual con gesto cargado de hastío
deslizó la mirada hacia la parte trasera del coche, apenas iluminada. En aquel
momento, el silbido acalló. Un sudor frío recorrió su espalda. ¿Quién iba en la
parte de atrás? Sin apenas mover el cuerpo, miró por el espejo retrovisor. No
veía a nadie. Al menos no distinguía a nadie. Pero la luz seguía ahí, avisando
de que alguien no llevaba abrochado el cinturón.
Carlos Conejero Moreno
Casar de Cáceres (Cáceres)
Migraciones
En verano nos mudamos y yo empecé
a enterrar tesoros en un nuevo jardín:
los pendientes de la abuela, que todos daban por perdidos; los zapatos de
charol de Julita y un botón dorado del uniforme de papá. Es una extraña costumbre,
pero mamá le quita importancia. Dice que soy su pequeña urraca, y que recojo
todo lo que brilla para adornar nuestro nido. De Julita, en cambio, dice que es
una cotorra, porque charlotea sin parar y repite todo lo que escucha.
La gente murmura. El jardín se
nos está llenando de hoyos, al tiempo que sus bolsillos se van vaciando de
monedas, canicas de colores o anillos. Una vecina protesta: le ha desaparecido
un reloj de pulsera. Mamá la tranquiliza y la invita a merendar. Su hijo juega
con nosotras en el jardín, cuenta hasta cien y su cabello refleja el sol de la
tarde. Me recuerda un canario que tuvimos y al que sepultamos entre las
azaleas. Pero eso fue hace tiempo, en otro jardín.
Mamá y la señora han acabado el café. Al niño rubio le ha tocado esconderse y no responde a la voz de su madre. Julita salta sobre un solo pie y repite, una y otra vez, que vamos a tener que mudarnos de nuevo. Yo escondo las manos en los bolsillos, sucias de tierra.
Anna López Artiaga
Sant Joan Despí (Barcelona)
Imaginario
Mis padres, que nunca aceptaron
la muerte de mi hermano, actuaban como si él siguiese vivo. Harto de compartir
mi cuarto con quien ya no existía, de ver como cada día se enfriaba su plato de
sopa en la mesa o de heredar una ropa que se le quedaba pequeña sin haberla
usado, un domingo que salimos de excursión en familia, aprovechando un
descuido, empujé con todas mis fuerzas el recuerdo de mi hermano al río. Por
desgracia mi padre, que al parecer oyó sus gritos, se tiró para salvarlo aun
sin saber nadar. Y como no hay nada malo que no pueda empeorar, ahora, además
de un hermano, tengo un padre imaginario.
Alberto Jesús Vargas Yáñez
Madrid
Arranque
Me habían hablado de la vida
después de la muerte, ya sabía yo algo de este tema. Que no morimos del todo,
que el cuerpo se va pero queda el recuerdo en los seres queridos, de manera que
seguimos presentes en un plano virtual. Incluso en la mente de alguien ajeno al
que, por motivos inciertos, se le ocurra evocarnos. Por eso, en principio, no
me extrañé cuando, a poco de abandonar el mundo de los vivos, abrí los ojos en
la memoria de mi mujer, cuando trataba de arrancar el coche en una gélida
mañana de marzo. Con franqueza, me habría gustado preguntarle qué tenía que ver
mi recuerdo con un problema de arranque, considerando que era siempre yo quien
conducía. También aparecí en el sueño erótico de un vendedor de seguros.
Aquello aumentó mi perplejidad y pensé que no tenía sentido. Pero el colmo fue
comprobar que el enlace entre ambas evocaciones era una habitación de hotel en
la que, al parecer, el vendedor aguardaba a una dama para una cita que no llegó
a consumarse. En medio de la turbación, entendí que mi recuerdo no siempre
sería agradable. En fin, sólo lamento no llegar a tiempo de decirle a mi esposa
que –en el arranque– no hace falta pisar el acelerador.
Pedro Herrero Amorós
Castellar del Vallès (Barcelona)