dissabte, 11 de febrer del 2023

MICRORELATS DE GENER / MICRORRELATOS DE ENERO (1)

 


Publiquem els microrelats que van arribar a les deliberacions finals en la categoria en castellà de la convocatòria de gener.


Recordem que els microrelats concursants publicats al blog s'inclouran en una publicació en paper que recollirà aquells textos guanyadors i finalistes de cada categoria de totes les convocatòries mensuals.




Publicamos los microrrelatos que llegaron a las deliberaciones finales en la categoría en castellano de la convocatoria de enero.

Recordamos que los microrrelatos concursantes publicados en el blog se incluirán en una publicación en papel que recogerá aquellos textos ganadores y finalistas de cada categoría de todas las convocatorias mensuales.







Septiembre

Decidí llevarme un trozo de mar en la maleta. Lo guardé doblado en el bolsillo interno con mucho cuidado para que no mojase la ropa. Al llegar a casa no sabía dónde colocarlo, pero encontré un hueco en la cómoda. De ese modo, si llegaba cansada por las tardes lo extendía en la bañera y me hacía unos largos relajantes, si me aburría intentaba pescar la cena desde la orilla y si estaba enojada me sentaba frente a él y me calmaba con el mecer de las olas.

Todo iba bien hasta que las gaviotas decidieron salirse de los cajones y anidar en el rellano de la escalera. Ahora tengo a todo el bloque alborotado: los vecinos han colocado las hamacas y han abierto un chiringuito en el portal.

Francisca Barbero Las Heras

Andújar (Jaén)

 






Intromisión

Allí estaba, paciente, esperando a que ella regresara. Cuando escuchó la puerta de la cabaña abrirse y el sonido alegre de sus saltitos sobre el suelo de madera, corrió a esconderse. Pudo ver como ella devoraba con glotonería la deliciosa leche de los tazones. Y como, fiel a su modus operandi, deshacía con arrogancia las sábanas de su cama para tumbarse en ella. Esperó en silencio a que el veneno hiciera efecto. Aquella misma noche, bajo la luna llena, el pequeño osito se deshizo del cadáver de Ricitos de Oro con la ayuda de todos los animales del bosque.

Mónica Amorós Hernández

Barcelona

 









 

Las horas muertas

Hoy se respira un ambiente de calma inusual en nuestra casa. Cada uno anda sentado en un costado del salón y evitamos cruzar las miradas. Matamos el tiempo contemplando el estampado de las cortinas, mirando por alguna ventana o toqueteando nuestros móviles mientras esperamos.

Mamá, harta de aburrirse, se ha incorporado y ha comenzado a limpiar el polvo. Todavía le duele el hombro y le cuesta alcanzar los altillos. Al levantar el plumero se le sube el vestido y deja ver en sus pantorrillas algunos moretones violetas y pardos.

Ha venido Carmen, la vecina de enfrente, a ofrecernos un caldo, y a acompañarnos durante un rato. Es una mujer muy perseverante y no ha parado hasta lograr que mamá se siente. Mientras se deja caer en su butaca, mamá le repite: «¿A que tú no recibirías a la policía con la casa hecha una porquería?»

Y Carmen, mirando el reloj, asiente. Sabe que no es el día de contradecirle. 

La tarde agoniza y, más por distraerse que por hacer algo de provecho, mi hermano ha comenzado a recortar unas viejas fotos y mi hermana anda ojeando una carpeta de documentos que clasifica en varios montones.

Y ahí sigue papá, colgado de la viga. Ya apenas se mueve.

Salvador Terceño Raposo

Sevilla

 








 

El quitapenas

El oficio del quitapenas es ponerse triste por la gente que no tiene tiempo para llorar. Drena, por así decirlo, el dolor del prójimo para que no sufra.

La lista de espera para contratar sus servicios es larga: amantes con el corazón roto, madres con hijos desaparecidos, hombres que se han quedado viudos… Los elegidos firman un contrato mediante el cual el quitapenas se compromete a aliviar su angustia sin importar el tiempo que le lleve conseguirlo. A cambio solo les pide la voluntad.

A partir de la firma, los clientes siguen con sus vidas, ajenos a su propia desazón, mientras el quitapenas languidece, se siente desgraciado hasta que lágrima a lágrima escurre todo el dolor que la pena tratada puede causar.

Cuando ya ha cumplido su parte del trato, los agraciados llegan renovados a pagarle. Los más pudientes vienen con joyas, tierras o dinero y los más humildes traen gallinas, frutas o pan.

El quitapenas rechaza estas ofrendas y, confundidos, se tiran a sus pies para darle las gracias por su labor desinteresada. Es entonces cuando saca el contrato, lee tranquilo la cláusula del pago y, diccionario en mano, les señala la acepción correcta de “voluntad”.

Elena Bethencourt

Los Cristianos (Santa Cruz de Tenerife)

 







 

La otra madre

Es fácil que las miradas del juez y del público se dirijan al otro, al de la silla de ruedas. Cabeza ladeada, piernas caídas sobre el reposapiés, brazos colgados, inertes, ojos más muertos que perdidos, y esa gotita de baba que se desliza a cámara lenta sobre su barbilla, monopolizando la atención del magistrado y del resto de la sala.

Cuando todos vuelven la vista al banquillo, ya no contemplan al chico que lo ocupa de la misma manera. No son capaces de ir más allá de su pelo rapado, sus botas militares, el tatuaje tribal y su actitud desafiante. Él levanta la cabeza y sostiene la mirada de todos, menos la de su propia madre, que está en primera fila. Ella lo ve y no lo ve. No sabe qué siente, solo quiere que sea ayer o mañana.

La otra madre, la que conduce la silla, lo esquiva. Congela su mirada sobre la coronilla de su hijo, y empuja, empuja, empuja. Lleva siete meses haciéndolo. Deberá empujar el resto de su vida.

Ambas fijan la vista en sus respectivos hijos, incapaces de mirarse entre ellas, de mirar al otro chico.

Ambas quieren llorar.

Ambas consiguen aguantar las lágrimas.

Y sí, efectivamente, aunque cueste creerlo, ambas quisieran ser la otra madre. 

Arantza Portabales Santomé

Teo (A Coruña)