Septiembre
Decidí llevarme un trozo de mar
en la maleta. Lo guardé doblado en el bolsillo interno con mucho cuidado para
que no mojase la ropa. Al llegar a casa no sabía dónde colocarlo, pero encontré
un hueco en la cómoda. De ese modo, si llegaba cansada por las tardes lo
extendía en la bañera y me hacía unos largos relajantes, si me aburría
intentaba pescar la cena desde la orilla y si estaba enojada me sentaba frente
a él y me calmaba con el mecer de las olas.
Todo iba bien hasta que las
gaviotas decidieron salirse de los cajones y anidar en el rellano de la
escalera. Ahora tengo a todo el bloque alborotado: los vecinos han colocado las
hamacas y han abierto un chiringuito en el portal.
Francisca Barbero Las Heras
Andújar (Jaén)
Intromisión
Allí estaba, paciente, esperando
a que ella regresara. Cuando escuchó la puerta de la cabaña abrirse y el sonido
alegre de sus saltitos sobre el suelo de madera, corrió a esconderse. Pudo ver
como ella devoraba con glotonería la deliciosa leche de los tazones. Y como,
fiel a su modus operandi, deshacía con arrogancia las sábanas de su cama para
tumbarse en ella. Esperó en silencio a que el veneno hiciera efecto. Aquella
misma noche, bajo la luna llena, el pequeño osito se deshizo del cadáver de
Ricitos de Oro con la ayuda de todos los animales del bosque.
Mónica Amorós Hernández
Barcelona
Las horas muertas
Hoy se respira un ambiente de
calma inusual en nuestra casa. Cada uno anda sentado en un costado del salón y
evitamos cruzar las miradas. Matamos el tiempo contemplando el estampado de las
cortinas, mirando por alguna ventana o toqueteando nuestros móviles mientras
esperamos.
Mamá, harta de aburrirse, se ha
incorporado y ha comenzado a limpiar el polvo. Todavía le duele el hombro y le
cuesta alcanzar los altillos. Al levantar el plumero se le sube el vestido y
deja ver en sus pantorrillas algunos moretones violetas y pardos.
Ha venido Carmen, la vecina de
enfrente, a ofrecernos un caldo, y a acompañarnos durante un rato. Es una mujer
muy perseverante y no ha parado hasta lograr que mamá se siente. Mientras se
deja caer en su butaca, mamá le repite: «¿A que tú no recibirías a la policía
con la casa hecha una porquería?»
Y Carmen, mirando el reloj, asiente. Sabe que no es el día de contradecirle.
La tarde agoniza y, más por
distraerse que por hacer algo de provecho, mi hermano ha comenzado a recortar
unas viejas fotos y mi hermana anda ojeando una carpeta de documentos que
clasifica en varios montones.
Y ahí sigue papá, colgado de la
viga. Ya apenas se mueve.
Salvador Terceño Raposo
Sevilla
El quitapenas
El oficio del quitapenas es
ponerse triste por la gente que no tiene tiempo para llorar. Drena, por así
decirlo, el dolor del prójimo para que no sufra.
La lista de espera para contratar
sus servicios es larga: amantes con el corazón roto, madres con hijos
desaparecidos, hombres que se han quedado viudos… Los elegidos firman un
contrato mediante el cual el quitapenas se compromete a aliviar su angustia sin
importar el tiempo que le lleve conseguirlo. A cambio solo les pide la
voluntad.
A partir de la firma, los
clientes siguen con sus vidas, ajenos a su propia desazón, mientras el
quitapenas languidece, se siente desgraciado hasta que lágrima a lágrima escurre
todo el dolor que la pena tratada puede causar.
Cuando ya ha cumplido su parte
del trato, los agraciados llegan renovados a pagarle. Los más pudientes vienen
con joyas, tierras o dinero y los más humildes traen gallinas, frutas o pan.
El quitapenas rechaza estas
ofrendas y, confundidos, se tiran a sus pies para darle las gracias por su
labor desinteresada. Es entonces cuando saca el contrato, lee tranquilo la
cláusula del pago y, diccionario en mano, les señala la acepción correcta de
“voluntad”.
Elena Bethencourt
Los Cristianos (Santa Cruz de Tenerife)
La otra madre
Es fácil que las miradas del juez
y del público se dirijan al otro, al de la silla de ruedas. Cabeza ladeada,
piernas caídas sobre el reposapiés, brazos colgados, inertes, ojos más muertos
que perdidos, y esa gotita de baba que se desliza a cámara lenta sobre su
barbilla, monopolizando la atención del magistrado y del resto de la sala.
Cuando todos vuelven la vista al banquillo, ya no contemplan al chico que lo ocupa de la misma manera. No son capaces de ir más allá de su pelo rapado, sus botas militares, el tatuaje tribal y su actitud desafiante. Él levanta la cabeza y sostiene la mirada de todos, menos la de su propia madre, que está en primera fila. Ella lo ve y no lo ve. No sabe qué siente, solo quiere que sea ayer o mañana.
La otra madre, la que conduce la silla, lo esquiva. Congela su mirada sobre la coronilla de su hijo, y empuja, empuja, empuja. Lleva siete meses haciéndolo. Deberá empujar el resto de su vida.
Ambas fijan la vista en sus
respectivos hijos, incapaces de mirarse entre ellas, de mirar al otro chico.
Ambas quieren llorar.
Ambas consiguen aguantar las
lágrimas.
Y sí, efectivamente, aunque
cueste creerlo, ambas quisieran ser la otra madre.
Arantza Portabales Santomé
Teo (A Coruña)